
Oliver Hardy fue un hombre modesto, tranquilo y sin demasiadas ambiciónes. Mientras su compañero Stan Laurel se metía en la sala de montaje, contralando aspectos de la dirección y la producción, Oliver prefería pasar una buena tarde jugando al golf con sus amigos. Sin embargo, antes que un mero comparsa, Oliver fue siempre un payaso capaz de darle a las actuaciones el matiz más personal, el sello más inclasificable: la mirada a cámara, la sonrisita y el saludito vergonzoso, el movimiento de corbata con el que expresaba su sensibilidad vulnerable, son cosas que no se aprenden ni se encuentran en un guión, son puros destellos de un gran actor que se había formado dandole el pie a muchos otros cómicos delante de una cámara.
El gran acierto de Laurel y Hardy es presentarnos a dos tontos, que podrían ser todos los tontos, que de hecho, podríamos ser nosotros mismos, y en eso hay mucho de observación de costumbres, Hardy, quizás sin pensarlo demasiado, descubrió, que la comedia tiene el método científico de la observación, pues nadie se ríe de lo que le es completamente ajeno.
"Fuera de lo humano no hay nada cómico" dijo Henry Bergson, autor del Tratado sobre la Risa. Y nadie es más humano que Stanley y Ollie, nos sentimos tan identificados con la vulnerabilidad del Flaco como con las ansias de ser aceptado del Gordo. Tienen nuestras mismas preocupaciones y asumen nuestro ridículo para que nosotros nos podamos reir de él.
Y por eso son dos grandes, claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario